martes, 28 de mayo de 2013

Tarde de domingo

Una exposición de fotografías antiguas me ha transportado hacia el pasado y, en un abrir y cerrar de ojos, me vi a mí misma dentro de aquella gamela capitaneada por niños alegres, y vivos, que remaban hasta desfallecer. Contracorriente, como luego guiarían su propia vida, llevaban la embarcación desde el pueblo a la orilla de la playa. Allí dábamos un salto para caer sobre una arena ardiente que nos quemaba las plantas de los pies desnudos.
En pie, en el frío salón de plenos, podía sentir el calor del sol quemándome la espalda. El grito de un niño penetró por el ventanuco entreabierto y volvió mi mente a la realidad. El calor en el chiringuito de playa era aplastante. Una lancha de potentes motores pasó como volando, en un visto y no visto, ante la mirada atónita de cuantos ocupábamos las mesas de la amplia terraza. Y allí estaba él, el verdugo, ejerciendo de camarero, como si tal cosa, como si el tiempo no hubiera pasado. Como si la cárcel que lo había engullido años atrás lo hubiese vomitado para servirnos la mesa, sin inmutarse, bandeja en mano y la consabida pregunta: ¿Qué van a tomar los señores?

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